Reflexión salesiana para el cuarto domingo de Cuaresma

Acabamos de escuchar otra de esas maravillosas historias que se encuentran en el Evangelio de Juan. Cada historia nos enseña algo que nos hace profundizar en la vida. El Evangelio de hoy es una historia de luz y de visión: de no ver la luz, de tener miedo de ver la luz, de ver la luz y de negarse trágicamente a ver la luz.

Jesús, la luz del mundo, da la vista al ciego de nacimiento. Las aguas del estanque de Siloé limpian la tierra fangosa de sus ojos, y ve – una referencia obvia a las aguas del Bautismo.
Es difícil creer que los fariseos se negaran tan obstinadamente a creer lo que el hombre les contaba. Son más ciegos que el hombre. Incluso los padres tienen miedo de creer la historia de su hijo por temor a ser expulsados de la sinagoga.

El Evangelio señala que Jesús no sólo estaba interesado en la vista corporal del hombre. Vino a darle la “vista salvadora”, la plenitud de la fe en Él como Hijo de Dios y Salvador del mundo. La fe del hombre en Jesús le costó su puesto en la sinagoga.

La escena final de la historia nos muestra la tragedia que se está desarrollando. Los que se enorgullecían de su visión religiosa no están abiertos a la luz que trae Jesús. Están realmente ciegos.
De vez en cuando, cada uno de nosotros comparte las diversas actitudes que se muestran en el relato evangélico. A veces somos como el ciego de nacimiento, y Jesús tiene que darnos la vista. A veces, como los fariseos, nos resistimos a ver sus obras en los que nos rodean. Como los padres del hombre, podemos tener miedo de reconocer la luz de Cristo porque los demás pueden criticarnos o, peor aún, rechazarnos. El Evangelio nos anima a vivir fielmente de la luz que Jesús nos da.
La conclusión del Evangelio es una advertencia: Si optamos por nuestra luz, nos arriesgamos a la ceguera eterna.
Ojalá tengamos el valor de examinar nuestra manera de ver y volvamos a elegir a Jesús como nuestra luz.